Una vieja enfermedad recorre Twitter: es la votofilia.
Creo que es la única manera de explicarlo: hay personas adictas al voto.
Cada año electoral empiezan a morderse las uñas, como si sufrieran del síndrome de abstinencia de hacer la cola en el centro de votación, entregar la cédula al testigo de mesa, poner la huella en el aparato biométrico, tocar el tarjetón en la máquina de votación, ver el papel salir de sus entrañas, deslizarlo suavemente en la papeleta y acabar mojando el chiquito en la tinta morada.
“Se acercan las elecciones, ¿no vamos a ir?”, preguntan los votófilos, ansiosos por repetir la experiencia semi erótica de la fiesta electoral.
Como adictos a la piedra, necesitan votar para sentir que hacen algo. Prefieren satisfacerse con la ilusión de hacer algo antes de sentir la impotencia de no hacer nada, aún cuando los hechos han demostrado que votar tampoco hace nada. En 2017 quedó claro y en 2018 más que mega claro.
Ignorando la realidad, los votófilos quieren ir a unas elecciones sin condiciones, contra un adversario que no solo hace trampa, sino que controla el arbitraje. Yo me pregunto, ¿por qué tendrán tantas ganas de perder? Tiene que ser una adicción.
“¿Y tú qué propones?”, retumban sus voces por los callejones vacíos de sus cuentas de Twitter, desde la soberbia de quien tiene al menos “algo” que aportar.
Pues, si las opciones son: 1) Participar en una elección por el honor de dar la batalla, o 2) No hacer nada. Elijo la 2. Propongo no hacer nada. No sé si eso cure la votofilia, pero al menos es un modo de prevenir una muerte segura.
Teniendo en frente la cruda realidad de los últimos resultados electorales y las declaraciones de la empresa que prestaba el servicio electoral, me parece que no hacer nada es una opción digna. Es como que me ofrezcan: ¿qué prefieres, qué te violen o que no? Elijo que no. Elijo pensar una mejor opción, ¿eso contará como «hacer algo»?
Pero hay alguien aún más enfermo que un votófilo: un político votófilo.
Este último es como un domador de cocodrilos que mete la cabeza en la boca del caimán, pero no quiere que el truco le salga bien. En el fondo, espera el mordisco, para ser protagonista del patético espectáculo de gritar fraude, mientras es aplastado por la bestia salvaje que pretende domar.
Hay que saber escoger las batallas. Los políticos votófilos se creen el valiente David que vencerá al inmenso Goliath, cuando este último ya ha triunfado en provocarlo. Piensan que la historia se repetirá solo porque uno es gigante y el otro pequeño, pero no tienen a favor nada más que la pequeñez de visión y estrategia.
Este David quiere pelear caballero contra Goliath, pero el David bíblico no ganó peleando caballero, sino usando su fuerza y las armas que sabía dominar. Como era un soldado de infantería, eligió lanzar una roca a larga distancia, aprovechándose de la aparente miopía de Goliath. Le dio en la cabeza, logró tumbarlo y luego se acercó y finiquitó la batalla.
¿Cuál es la fuerza del político votófilo y cuál la debilidad de la tiranía? Más aún, ¿cuál es la teoría de cambio?
No culpo al votófilo por su condición. Una suma de eventos desafortunados lo llevaron por el mal camino de votar por votar. Aún hoy, en este contexto, creen que votar es elegir.
No hay que ser un académico con phD en la Universidad del CDTM para entender que una elección cuyo resultado está cantado no sirve como un fin en sí misma. Venden la elección como el partido final, cuando apenas son las eliminatorias.
Si es por eso, ya ese partido se ganó en 2015 y por goleada. ¿De qué sirvió? Anularon el poder, inhabilitaron, encarcelaron y desterraron a los jugadores competitivos y dejaron quietos al equipo de quinta división, que hoy quieren ir a elecciones.
No creo que ni siquiera los votófilos vayan a votar por esos perdedores.